Mons. Joao Clá Dias, EP |
“Soy demasiadamente grande, y mi destino por demás noble,
para que que yo me torne esclavo de mis sentidos” [12]. Esta fue la conclusión
a la cual llegó Séneca por mera elaboración filosófica, sin tener la menor
revelación de de algo análogo a la Transfiguración del Señor. En el Tabor,
Jesucristo va mucho más allá: en su divina didáctica, nos hace conocer una parcela de su gloria en los reflejos de la claridad propia a su cuerpo después
de la Resurrección.
Pálida ejemplificación de lo que veremos en el Cielo, como
fruto de los méritos de su Pasión, de los fulgores de su visión beatífica y de
la unión hipostática. Como objetivo inmediato, Él quiso fortalecer a sus
discípulos para que asumieran con heroísmo las tristes probaciones de su Pasión
y muerte, al margen de la manifestación de su divinidad. Sin embargo, no era
ajeno a sus divinos designios, consignar para la Historia cuales son las
verdaderas y reales alegrías reservadas a los justos post mortem.
Por el contrario, el
demonio, el mundo y el pecado nos prometen alegrías con aires de absoluto. No
obstante, su fruición es casi siempre fugaz y seguida de amargas frustraciones;
y, además, al final de esta vida seremos lanzados en el fuego eterno como
castigo, si no hubo de nuestra parte un verdadero arrepentimiento, propósito de
enmienda y la obtención del perdón de Dios.
La Transfiguración del Señor en el Monte Tabor |
En el Monte Tabor la voz del Padre proclama: “óiganlo”. Esta
recomendación se dirige sobretodo a nosotros, bautizados, pues somos hijos
adoptivos de Dios y, por lo tanto, ya pasamos por una inmensa transformación
cuando ascendamos al orden sobrenatural, dejando de ser exclusivamente puras
criaturas. Sin embargo, cuando entremos en el orden de la gloria, se dará otra
transformación, pues seremos como Él lo es ahora. Para llegar hasta allá, invítanos
Jesús a enfrentar las dificultades de los primeros pasos en el camino de la
virtud, sostenidos por mucha paz de alma y, finalmente, para transfigurarnos en
lo alto del Tabor eterno.
El Cielo por sí solo, es una enorme manifestación de la
bondad de Dios, un riquísimo tesoro de felicidad que Él nos promete y un
poderoso estímulo para aceptar con amor las cruces durante nuestra existencia
terrena. Confiemos en esa promesa basados en las garantías de la
Transfiguración del Señor y pidamos a la Madre de la Divina Gracia que
bondadosamente nos auxilie con los medios sobrenaturales para llegar ilesos,
decididos y seguros al buen puerto de la eternidad: el Cielo.
[12] Sêneca: Ep. 65.
(CLÁ DIAS EP, Mons. Joao Scognamiglio In: “Lo inédito sobre
los Evangelios” Vol. I, Librería Editríce Vaticana).