“Hay
sí, varios milagros eucarísticos. Hoy trataremos de uno donde queda patente el
poder de Dios manifestándose en horas especialmente trágicas…”
La Eucaristía es un milagro esplendoroso y permanente. Cuando se habla de “milagros eucarísticos” – los hay muy impresionantes: hostias consagradas que sangran, que fulguran, que resisten al fuego, al agua, al tiempo… – habría que colocar, en primer lugar, a la propia transubstanciación que es la conversión del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre del Señor.
En todo caso, hay sí, varios milagros eucarísticos. Hoy
trataremos de uno donde queda patente el poder de Dios manifestándose en horas
especialmente trágicas. No estará mal que lo guardemos en la memoria, ya que
podrá potenciar nuestra fe en eventuales emergencias difíciles.
Dicho milagro tuvo lugar el 31 de enero de 1906 en San
Andrés de Tumaco, ciudad portuaria situada en la parte occidental de Colombia
bañada por el Pacífico. Los datos que siguen fueron tomados del libro
“Prodigios Eucarísticos” de fray Antonio Corredor García, y algunos de ellos se
encuentran también en la página web de la Diócesis de Tumaco, en Colombia.
Así fue el desarrollo de los hechos: Aproximadamente a las
diez de la mañana de aquel día, comenzó a sentirse un temblor de tierra de
tanta duración que no debió bajar de diez minutos. El pánico se apoderó del
pueblo que en tropel se agolpó en la iglesia y alrededores, suplicando a los
padres organizasen sin tardanza una procesión con las imágenes de la Virgen y
de los santos que fueron a toda prisa colocadas por la gente en sus respectivas
andas.
Les pareció prudente a los padres misioneros — fray Gerardo
Larrondo de San José y fray Julián Moreno de San Nicolás de Tolentino,
Agustinos recoletos — animar a los feligreses, asegurándoles que no había
motivo para tanto espanto como el que se había apoderado de todos.
En esto se ocupaban ambos cuando advirtieron que, por efecto
de aquella continuada conmoción de la tierra – el terremoto había sido de 8, 8
grados –, el mar se alejaba de la playa dejando en seco quizá hasta kilómetro y
medio de terreno de lo que antes cubrían las aguas, las cuales iban
acumulándose mar adentro formando una montaña que habría de convertirse en
formidable ola que sepultaría y acabaría con el pueblo, cuyo suelo se halla a
más bajo nivel que el del mar. Entonces, el P. Larrondo, entró precipitadamente
a la iglesia y consumió las sagradas Formas, reservando solamente la Hostia
magna. Acto seguido, vuelto hacia la gente y llevando a Jesucristo Sacramentado
en el copón, exclamó: ¡Vamos hacia la playa y que Dios se apiade de nosotros!
Inflamados por la presencia de Jesús Eucarístico, y ante la
enfática actitud de su ministro, fueron todos a la costa clamando al Señor, a
la Virgen y a los santos del cielo, tuvieran misericordia de ellos. El cuadro
debió ser impactante por ser aquella población de muchos miles de habitantes,
los cuales se hallaban allí como un solo hombre, con el terror de una muerte
trágica estampado ya de antemano en sus facciones. Acompañaban también al
Santísimo las imágenes de la iglesia traídas a hombros, sin que los padres lo
hubieran dispuesto, sólo por el irresistible impulso de la fe de aquel pueblo
fervorosamente católico. Cuando ya el P. Larrondo se hallaba en la playa con
los fieles, aquella montaña formada por las aguas comenzó a moverse hacia el
continente, avanzando como impetuoso aluvión conformando una ola formidable.
Los minutos de Tumaco estaban contados…
No se intimidó el misionero; descendió a la arena y,
colocándose dentro de la jurisdicción ordinaria de las aguas, en el instante
mismo en que la ola estaba ya llegando y crecía hasta el último límite la
ansiedad de la muchedumbre, levantó la sagrada Hostia y trazó con ella en el
espacio la señal de la Cruz.
¡Momento solemnísimo! La ola avanzó un poco más y, sin tocar
el copón con el Santísimo que permanecía elevado, se estrelló contra el
sacerdote, alcanzándole el agua solamente hasta la cintura. Apenas se había
dado cuenta el padre Larrondo de lo que acaba de sucederle, cuando oye exclamaciones
emocionadas: ¡Milagro, milagro! En efecto, aquella ola se había contenido de
golpe, y la enorme montaña de agua iniciaba su movimiento de retroceso para
desaparecer, mar adentro, volviendo el agua a recobrar su nivel ordinario.
¡Cuánta debió ser la alegría y la algazara de aquel pueblo,
a quien Jesús Sacramentado acababa de librar de una hecatombe! A las lágrimas
de terror se sucedieron las de alborozo; a los clamores de angustia siguieron
los gritos de agradecimiento y de alabanza; de todos los pechos brotaban
sonoros vivas as Santísimo. Mandó entonces el párroco que fuesen a la iglesia a
traer la custodia y, colocando en ella la sagrada Hostia, se organizó una
procesión que recorrió las calles y alrededores del pueblo, hasta ingresar el
Señor con toda pompa en el templo, de donde había salido precipitadamente horas
antes.
Este terremoto y ulterior tsunami afectó también a la vecina
república de Ecuador y a Panamá, y produjo más de mil quinientos muertos en
zonas aledañas ¡las repercusiones del accidente se sintieron en las costas de
Japón! De no ser por este milagro eucarístico, Tumaco y sus paisanos hubieran
literalmente desaparecido del mapa dado su nivel inferior al del mar.
Hay que subrayar un dato de inmensa relevancia: la fe del
pueblo y de sus sacerdotes fue determinante para que el milagro se operase.
Peor que los elementos naturales furiosamente desenfrenados es la desgracia de
las almas incrédulas y pusilánimes. En Tumaco, nuestros hermanos en la fe
testimoniaron su creencia en la Eucaristía ¡y cómo fueron recompensados!
Hoy, la fe declina por doquier cual tsunami devastador
abalando la tierra entera. Por ejemplo, muchos católicos ya no creen en la
Presencia Real; para ellos, la Eucaristía no sería más que un mero símbolo. Hay
de qué inquietarse, porque, además, vemos en el Evangelio que los milagros no
suelen darse en beneficio de los incrédulos, los milagros son un regalo para
los que creen.
“To be or not to be, that is the question” sentenció
Shakespeare en su famosa tragedia. Sin ínfulas de melodrama, a propósito de lo
que venimos tratando, digamos sencillamente que la verdadera cuestión es “creer
o no creer”…
Por el
P. Rafael Ibarguren, EP
Fuente: Gaudium Press
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