Páginas

domingo, 2 de julio de 2023

Ver, mirar, admirar

Ante el Pan de Vida no estamos delante de una “cosa”, sino ante una Persona que conoce, ama y siente: la Segunda Persona de la Trinidad humanada.

En diversos pasajes de la Escritura encontramos el adverbio latino “ecce” convidando a considerar una realidad espiritual o material. “Ecce dies Domini, crudelis”, mira que llega el día del Señor, implacable (Is 13, 9), “Ecce ancila Domini”, he aquí la esclava del Señor (Lc 1, 38), “Ecce Agnus Dei”, este es el cordero de Dios (Jn 1, 29), “Ecce homo”, he aquí el Hombre (Jn 19, 5), “Ecce nova facio omnia”, mira, hago nuevas todas las cosas (Ap 21, 5), y así, otros.

A los adoradores del Santísimo impacta especialmente la advertencia del Bautista a sus discípulos señalando al Mesías: “Este es el Cordero de Dios, el que quita el pecado del mundo”. Es proclamando esa frase que el sacerdote muestra el Pan consagrado durante la Misa para ser visto y adorado.

Cuando el Precursor mostró a sus seguidores al Mesías que pasaba ¿se concibe que ellos no prestasen atención? ¡Claro que no! Aún hoy, estando las formalidades sociales tan simplificadas – para no decir demasiado transgredidas –, cuando alguien nos es presentado, resulta siempre una grosería desviar el rostro y mirar para otro lado. 

Ahora, por un reflejo un tanto desajustado, hay quienes bajan la mirada en el momento en que la sagrada Hostia es mostrada en la Misa o miran para otro lado, ajenos a lo que se les muestra. Lo apropiado en esa ocasión es, precisamente, fijarnos en ella haciendo un acto de fe; los ojos ven una fina rodaja blanca de pan, más lo que miran, bajo las apariencias de ese panecillo, es el Cuerpo de Cristo. La Fe se robustece en méritos al contemplar la Hostia y creer en la Presencia Real. Y la liturgia manda elevar el pan consagrado para que los fieles lo adoren con atención, no para otra cosa.

El acto de Fe más apropiado que un fiel pude hacer en esta vida es en relación al misterio de la Presencia Real. Un himno eucarístico compuesto por Santo Tomás de Aquino nos instruye: “La vista, el tacto y el gusto no te alcanzan, creo firmemente por lo que he oído. Creo, porque lo dijo el Hijo de Dios: nada hay de más seguro que esta Palabra de Verdad”. Los sentidos no lo ven, pero no importa, nuestra seguridad es firmísima. Además, los sentidos pueden engañarnos, en cambio, la Palabra de Dios no falla jamás: “Esto es mi cuerpo”. 

Se muestra la Eucaristía para que los fieles participen mejor del culto. La avidez por contemplarla fue una de las devociones más conmovedoras de la Edad Media; en aquella era de Fe, los fieles esperaban con ansia el momento de la elevación. 

Ese convite a ver se da en dos momentos precisos de la Misa: cuando la Hostia es elevada inmediatamente después de la consagración, y cuando el sacerdote la muestra al decir: “Este es el Cordero de Dios…”. La primera vez somos invitados a mirarla diciendo interiormente, por ejemplo, “Señor mío y Dios mío”. En la segunda vez, es Dios que, por así decir, toma la iniciativa de dirigirnos la mirada desde su sacramento ¿cómo desviar la nuestra? 

Una historia del Cura de Ars 

El Santo Cura de Ars se deleitaba contando que cierta vez un campesino estaba en su iglesia mirando fijamente al tabernáculo. Interrogado sobre lo que estaba haciendo ahí, el paisano respondió: “Miro a Dios y Dios me mira”. He ahí un hombre con un delicado sentido eucarístico. Y eso que sus ojos se fijaban en un sagrario cerrado y no en la Hostia encumbrada en la Misa o esplendente en la custodia. Contando ese hecho a sus parroquianos, el Santo Cura decía emocionado: “Él miraba a Dios y Dios le miraba ¡Todo consiste en eso, hijos míos!” 

Ante el Pan de Vida no estamos delante de una “cosa”, sino ante una Persona que conoce, ama y siente: la Segunda Persona de la Trinidad humanada. 

Cuenta el Evangelio que al joven rico “Jesús se quedó mirándolo, lo amó” y lo convidó a seguirlo, más éste “frunció el ceño y se marchó triste” (Mc 10, 21-22). A veces, algo de esta actitud entra en nuestra relación con el Santísimo… Si no vemos el rostro de Jesús, podemos ver ese Trigo Celeste donde se oculta su Presencia adorada por María, los Ángeles y los Santos del cielo, y, con el soporte de la fe, tendremos más méritos que si lo viésemos directamente como aquel infeliz muchacho. 

Dar atención a cosas buenas o bellas hace bien a la salud, es una terapia comprobada. Contemplar con los ojos del alma verdades sobrenaturales robustece la vida espiritual. Y ver con los ojos del cuerpo, a la luz de la Fe, cosas que sabemos ser divinas, es un poco ante gozar la visión beatífica. 

Algunos podrán objetar: “El Sacramento del Cuerpo de Cristo fue instituido para ser recibido en comunión y no para ser mirado”. Es cierto, aunque esta afirmación necesita ser matizada. 

Un ejemplo algo inadecuado puede ayudarnos a comprender lo fragmentario de esa “objeción”: viendo una bandeja llena de manjares, los invitados a una cena saben muy bien que esos alimentos están ahí para ser degustados, más ¿Deben evitar mirarlos porque están destinados al paladar y no a los ojos? Pero el ejemplo no satisface… ¿cómo comparar una pobre comida perecible, por más vistosa o sabrosa que pueda ser, con el Manjar divino y vivificante? 

Sí, además de presencia admirable, la Eucaristía es alimento santificador. El misterio eucarístico debería ser mucho más admirado, inclusive a la vista del modo humilde como se presenta, “escondido” en las especies del pan y del vino. Es una lástima que nuestra atención a veces se detenga en bagatelas que un día nos llenarán de confusión cuando, a la hora de rendir cuentas al Divino Juez, advirtamos todo el descuido con que fue considerado el Señor en su Sacramento de amor. 

Por el P. Rafael Ibarguren, EP

Consiliario de Honor de la

Federación Mundial de las Obras Eucarísticas de la Iglesia

Fuente: Gaudium Press

No hay comentarios:

Publicar un comentario