Pocos años después del nacimiento de Luis IX, monarca y santo francés, este estaba recibiendo instrucciones sobre las verdades de la fe de su madre, Blanca de Castilla. En cierto momento de la conversación, Blanca le dijo al niño: “Hijo mío, te quiero mucho y por eso te digo: ¡nunca, nunca! cometer un pecado mortal. Preferiría verte muerto delante de mí que ser testigo de esta horrible ofensa cometida contra Dios”.
Una afirmación contundente que,
quizás, asustaría a ciertas madres de nuestros días. Pero después de todo,
¿cómo es posible que una madre desee la muerte de su hijo, y qué hijo? Empero,
mejor la muerte del cuerpo que la del alma, según la virtuosa madre de aquél,
que sería coronado en la tierra y en el cielo como San Luis IX.
La asertiva proposición de Blanca
nos recuerda una verdad recogida por la liturgia del 26º domingo del Tiempo durante
el Año: la existencia de una recompensa o un castigo post mortem.
Verdad seria
La parábola del rico Epulón y el
pobre Lázaro, recogida por el Evangelio citado, además de las numerosas
aplicaciones a las que se presta, nos lleva, de manera especial, a pensar que
si Nuestro Señor Jesucristo formulara tal historia para los hombres y mujeres de hoy,
probablemente, me gustaría destacar su segunda parte: lo que ocurre tras la muerte
de los dos personajes.
En efecto, el mundo de hoy no
escatima esfuerzos para hacer olvidar a todos lo efímera que es la vida; y cuán
infalible es la muerte.
El mundo, por tanto, anhela
predicar que el hombre no necesita de Dios, transponiendo al mundo virtual y
científico las fuerzas necesarias para que se sienta seguro y señor de sí
mismo, incluso, hasta libre de su propia muerte…
Ahora bien, mientras la ciencia
no logra este objetivo, el mundo, azuzado por el demonio (cf. Jn 12,31),
intenta que la gente deje de pensar que la vida un día acabará y que, tras
cruzar el umbral de la muerte, seremos juzgados por nuestras acciones, de las
cuales dependerá nuestra suerte por toda la eternidad.
En esta parábola, el Divino
Maestro trata de recordarnos que seremos llevados “a Abraham” o seremos
arrojados a las llamas del infierno (cf. Lc 16,22-24).
Pecado mortal: el camino al infierno
San Lucas nos habla de los
terribles tormentos en la región de los muertos (cf. Lc 16,23): además de los
innumerables dolores físicos simbolizados por la sed insaciable que torturaba
al rico de la parábola (cf. Lc 16,24 ), hay un castigo peor que cualquier otro,
la pena de daño.
Dado que hemos sido creados para
el cielo y tenemos un impulso natural de volver a nuestro Creador, lo que más
atormenta a las almas condenadas al fuego eterno es, por tanto, la
imposibilidad de realizar tal deseo, inherente a nuestra naturaleza. El
condenado, a pesar de odiar a Dios, siente en sí mismo -de manera paradójica-
una inclinación a unirse a Él, pero no puede, y en definitiva no quiere
hacerlo, por la misma situación de los condenados.
Por tanto, aquella alma
desdichada “se levantará del brasero para volver a caer en él… Sentirá siempre
la necesidad de levantarse, porque fue creada para Dios, el más grande, el más
alto de todos los seres, el Altísimo… como un ave en una aposento vuela al
techo que detiene a los condenados.” [1]
No sin razón, pues, la madre de
San Luis IX lo educó tan bien, desde muy joven…
Sucede que ella reflexionó sobre
la carga del pecado mortal y la posible muerte sin arrepentimiento en este
estado que conduce al infierno. Y como amaba verdaderamente y con aprecio a su
hijo (Dios y virtud), prefería hacer cualquier sacrificio para que él no cayese
nunca en ese tremendo lugar de castigo eterno, el infierno.
De este modo, esta Liturgia llama
nuestra atención sobre este punto crucial: debemos actuar con seriedad en esta
vida, es decir, recordar siempre que seremos juzgados por el bien que hayamos
hecho o dejado de hacer, como el rico del Evangelio, con respecto a Lázaro.
Es real, hay personas que niegan
la existencia del infierno, pero que llegarán a creer en él, demasiado tarde,
cuando lleguen ahí…
Que no nos sobrevenga este triste
destino, y que Nuestra Señora nos obtenga las gracias y la clemencia de Dios
necesarias para que, sumado al perdón del sacramento de la confesión, podamos
encontrarnos en el seno de Abraham, salvados.
[1] Ver SAN JUAN BAUTISTA
VIANNEY, apud MONNIN, Ab. A. Espíritu del Cura de Ars. 2ª ed. Petrópolis:
Vozes, 1949, p.80-81.
Fuente: Gaudium Press
Se autoriza su publicación
citando la fuente.
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